LA ALEGRIA SE HIZO CARNE

Y dio a luz a su hijo primogénito. Lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no habían encontrado sitio en la posada. Lc. 2,7

LA ALEGRÍA SE HIZO CARNE
Por Gustavo Cano

Una fría noche buena, me dispuse a esperar a Santa Claus, sus renos y trineo en una de las once gradas que unían el primero con el segundo nivel de la casa paterna, la constelación de orión me hacía compañía. Para entonces mi espíritu científico estaba al alza y estaba dispuesto a comprobar o desmentir de una vez y para siempre el mito del simpático viejo risueño vestido de rojo carmín.
La víspera había sido un ir y venir constante, en los camioncitos de madera que con mi hermano menor teníamos, acarreando la materia prima del nacimiento de la abuela. Ladrillos, piedras, arena, musgo, patas de gallo y el sinnúmero de figuras de casas, patos, carneros, un león, ranchitos, mis carritos y soldaditos, vendedoras, pastores, ángeles, estrellas, series de luces, bricho, bombas y mil y un adornos más. Ese año esperábamos, mi hermanito y yo, con ansias que finalmente del polo norte nos trajeran unas bicicletas nuevas, las que el mentado Santa no había querido darnos el año anterior. A raíz de este infortunio mi fe en el barbudo panzón cayó en desgracia y me propuse firmemente averiguar las interioridades del porque. Más temprano ese día, un buen amigo mío nos llevó a ver en el parqueo de la casa de su padre, la bicicleta que estaba en el baúl del carro y nos dijo con onda alegría: ¡ese es mi regalo de navidad! Le pregunte ingenuo: ¿Y te lo trajo Santa? A lo que el bandido ese me contestó: ¡no seas burro Canito, me la compró mi viejo! Regresamos a casa presurosos, en medio del barullo de la calle que hervía de compradores, vendedores, gente malhumorada y una estridencia de villancicos y bolitos madrugadores, porque todavía nos hacía falta muchos detalles para finalizar nuestro nacimiento, el cual no quedaba completo hasta colocar a los reyes magos en camino, a la mula y el buey, a Santa María y San José, dejando pendiente al niño Jesús que sería colocado hasta la media noche.
Morado ya de frío con una hipotermia en ciernes, me llamaron para que entrara a la sala porque ya era hora de color al niñito Dios y rezarle. Yo me hice de oídos sordos y me quede fuera. Tronaron los cohetillos y unas ventanas de la casa, que quedaron hechos shinga por un cohete de vara mal dirigido, se dieron el abrazo, abrazaron a los vecinos, se oyeron luego los rezos al niño, y yo me quedé estático viendo al cielo, en un instante vi con el rabillo del ojo a mi papá escabullirse al patio trasero de la casa y entrar… con dos bicicletas!
Ese año me perdí la alegría de la Navidad.
Pero no la perdí porque el famoso Santa Claus no existiera, lo cual ya se me había hecho evidente. La perdí, porque me perdí el encuentro con Jesucristo el cual pudo ser posible al abrazar al prójimo, al disfrutar de la piadosa tarea de preparar el pesebre donde se actualizaría el nacimiento de Dios hecho hombre y de los humildes testigos de la llegada de la plenitud de los tiempos, me la perdí porque puse mi corazón en un artefacto que si bien es cierto lleno muchos días de paseos inolvidables, también lo llenó de lágrimas y dolores.
La felicidad plena, la encontraremos únicamente cuando pongamos nuestros afanes al servicio del bien común. Cuando descubramos la alegría de servir, particularmente de servir en la tarea de vendar los corazones desgarrados Cf. Is. 61, 1
Esa navidad mi alma estaba toda ocupadísima en un cúmulo de cosas que parecían urgentes y descuidé lo importante. Y con ello me perdí la alegría hecha carne.
Mis deseos porque la felicidad que hemos recibido en el encuentro con Jesucristo llegue a todos cuantos yacen al borde del camino, pidiendo limosna y compasión y sea antídoto frente a un Huehuetenango atemorizado por el futuro y agobiado por la violencia y el odio. Cf. Aparecida 29.
¡Feliz Navidad!

Comentarios

  1. Que buena reflexión. Sería esta la primera en tu blog? Creo que empezaré a leerlas a partir de esta.

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