Feria
“Una feria al año no hace daño”
Entre limones te veas
Por Gustavo Cano
Ese año le había sacado puros cienes a mi profesor de quinto
año y no tuvo necesidad de aplicarme la ley del caite ni
una sola vez. Bueno, de hecho, me quedó debiendo unos puntos y cuando se los
reclamé (quería que me los dejará acumulados para el siguiente boletín) me
dijo: “Canito, no se puede calificar con 103 puntos, así que mejor andate a
presentar con el señor director y le decís que sos el
abanderado este año”.
Bueno, triste por mis tres tristes puntos perdidos en el averno
de los puntos mal ganados, me fui; entusiasmado y presuroso, mitad corriendo
mitad volando, silbando y tarareando: “un packman me robó tu amor”; a la
dirección.
Saliendo estaba el director y con una mirada fulminante me
dijo: “hacé tu cola”. Obediente el niño, me puse a la zaga en el último sitio
de la fila india que se hizo en el lobby de la oficina. Fui poniendo más atención
y estaban allí los niños crápulas: el que no llevó la tarea, el que tiró basura
en el patio, el que escupió a un compañero o que de plano se reventó lo que los
antiguos llamaban trompa y que la nueva técnica ha preferido llamar faz. No
había ahí niños que fueran abusivos o brincones con el maestro o maestra, esos
ya estaban todos enterrados en el patio central, así decía la leyenda.
Regresó el director con su regla de nogal e impartió
justicia: sin mediar palabra dos reglazos a cada güiro. Fui el primero. Y al
finalizar sentenció: el que venga de nuevo por acá esta semana ¡le tocan cuatro!
Irremediablemente tuve que regresar, pero afortunadamente
esta vez tuve oportunidad de explicar mi caso ya que coincidí con los otros niños
cien puntos. Revisó las notas y me asignó de escolta del lábaro patrio diciendo:
“se van turnando”. No recuerdo con quien me tocó turnar, pero ese día del desfile inaugural de la Feria del Carmen llegué
temprano a sacar el pabellón celeste y blanco y no lo dí más hasta que
entregamos bártulos allá en el campo de la feria.
Cuando expliqué a mi señor padre las peripecias vividas para
ser asignado a tan encomiable labor, me explicó con lujo de detalles los
desfiles militares que los antiguos romanos se disparaban al entrar victoriosos
a las ciudades conquistadas pasando orgullosos luciendo sus doradas
armaduras bajos los arcos del triunfo a la entrada de estos pueblos, a sabiendas
que las gloriadas legiones (o lo que de ellas quedaran) habían sido forjadas al
calor de la batalla, del esfuerzo, del sudor y de la sangre! “Pues solo la
sangre me faltó” susurré.
El esperado día, mi señor padre me proclamó: “es una ocasión
especial mijito, por eso traje un par de limones” “¿Nos comeremos unos chicharrones?” Pregunté ingenuo. “No” me dijo con aire ritual, “con este jugo peinaremos al abanderado”.
Y así desfilé esa mañana canicular: con paso solemne, con la bandera nacional fundiéndose con la bóveda celeste por mí felizmente portada, ni un pelo parado y más de alguna semilla de limón enmarañada en la abundante cabellera de esos días.
Total: una vez al año… no hace daño.
Que buena literatura.. Me Eeeeeeencantooo!! 👌👏👏👏
ResponderEliminarMis palabras son cortas Ingeniero.. Felicidades
¡los dos limones! deberíamos hacer un corrido al respecto, jejeje
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